El Equipo de José nunca existió, publicado en Buenos Aires en 1997 (Ediciones del Valle) fue Mención Honorífica en el Premio Municipal (Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) correspondiente al bienio 1996/1997, en la Categoría ‘Novela édita’. Se trata de una primera incursión en la narrativa. El libro estuvo en discusión por el Tercer Premio. El argumento de la novela es simple –la búsqueda de un equipo de fútbol que desaparece, de pronto y quizás para siempre, de una pantalla de televisión y del mundo–, mientras que la estructura procura una síntesis entre fútbol, política y literatura, en la que el fútbol obra como metáfora de un país y de un momento histórico; la política, como una permanente vigilia de la mirada sobre lo social, y la literatura, como el soporte sustancial para que esa mirada cobre un poderoso sentido. Y no le falta humor, a veces sarcástico, otras delirante.
(De El Equipo de José nunca existió)
Desde un banco de la plaza Congreso veía pasar las siluetas azul y oro de los ómnibus de la 64 y comprendía por qué tiene la terminal en La Boca ese colectivo bostero, pero también veía las osamentas blanquicelestes de la 86, que arranca de por ahí, y eso me desconcertaba. ¿Sería por la primera camiseta de los bosteros?, mascullé, y un jubilado que me acompañaba en la modorra de esa tarde otoñal, y a quien la edad no le había carcomido el oído, escuchó y pretendió corregirme: Xeneizes. Bosteros, lo miré alzándome de hombros, pero fui amistoso y gentil. Allá por 1905, la camiseta de Boca era celeste, como son las de Témperley y Belgrano de Córdoba, pero después pasó el famoso barco sueco y le afanaron los colores; la historia la repitieron tantas veces que ya la saben hasta los nenes de. pecho millonarios. Embelecos fraguados en la Boca, versearía un Borges de pantalones cortos y potrero de requerírsele opinión, ¿pero usted sabe –le largué al jubilado– que Borges era fana de Racing y que ésa fue una de las razones principales, si no la fundamental, por la que no le otorgaron el Nobel los de la Academia Sueca? El viejo se acordaba de un Borges, sí, pero uruguayo, el wing izquierdo que le amargó un domingo a Boca en la Bombonera y le dio a Racing un 1 a 0 largamente gozado; del vate argentino, ni noticias, a no ser por su imagen pública. Debí suponerlo, si era de Boca... Rememoró a Cadícamo, al Negro Celedonio y no recuerdo qué alguna otra lunfardía, pero prestó atención; resultó atento. No fue una cuestión meramente política, nooo, y le moví el dedo índice de mi mano derecha encima de su cara en actitud de negación. Él ya había escrito Fervor de Avellaneda, que no recogió en libro pero publicó en la revista partidaria de la época, que se llamaba El Blanquiceleste, y luego, a lo largo de toda su obra, sistemáticamente habló de Racing, aunque sin nombrarlo en forma explícita, salvo por la familia de palabras que se refieren a la academia o lo académico. Pero no es necesario un gran esfuerzo para encontrar su pasión racinguista desparramada aquí y allá, básicamente donde destellan las metáforas relacionadas con el sufrimiento y la amargura. Ahora bien, los suecos estos, Sture Allen y toda la barra, se dijeron, ¿cómo le vamos a dar el premio a uno de Racing, de esos que le pusieron a su camiseta los colores de la bandera argentina; en cambio, los otros, los bosteros –dispensemé, le aclaré al jubilado, si voy rápido, ¿me sigue?–, ésos le pusieron a su divisa los colores de nuestra banderita, eh, eh, repetía Luvgid Algström, colérico, cada vez que alguno de sus colegas, haciendo hincapié en los méritos literarios y abstracción del besuqueo con Pinochet, le mencionaba el nombre del jardinero de los senderos que se bifurcan. Voto al demonio antes que a Borges, bramaba Algström, quien solía llevar bajo la levita una camiseta boquense que le había regalado Grillo. Bueno, lo cierto es que, a los gritos, Algström pedía Busquemos a un bostero, busquemos a un bostero. En realidad, ninguno de ellos decía bostero, sino boquenses, ciudadanos de La Boca o señores de Boca, formalidades nórdicas. Se ve que nunca los vieron en la tribuna meando para abajo, pero bueh, ésa es otra historia. Algström llegó a plañir y conmovió hasta los tuétanos a Tolgem y a Ribstrik, quienes se pusieron a buscar a lo loco, y cuando se cansaban de buscar jugaban un loco y lo mandaban a Ferickson al medio. Le digo, le dije al jubilado, que se pasaron treinta años buscando un bostero con algún roce intelectual o literario y, por supuesto, nones. Lo mejor que encontraron fue a Julio Elías Musimessi, el guardavalla cantor, ¿se acuerda?, cómo no se va a acordar, aquel que entonaba, munido de guitarra y sentimiento, el cuadro que represento / tiene camiseta azul, / con una franja de oro / y estrellas de norte a sur. ¿¡Ven, ven!?, explotaba extasiado Algström al escuchar a Musimessi, los colores de la bandera sueca, de nuestra banderita, somos pocos, hay que cuidarla, y se despanzurraba en un mar de lágrimas, aunque con la calma chicha del mar nórdico, sin atormentarse. Sus lágrimas eran, queda expuesto, más escandinavas que bosteras, pero no hay que quitarle mérito al hombre, al contrario. No quiero oír más de Borges, ese académico, ese académico. No es académico, trataba de explicarle Ferickson cuando se reponía del baile que le daban en los locos, académico es Battistessa, Borges es escritor, un gran artista, y, a lo sumo, profesor en la facultad. No quiero saber nada, no quiero saber nada, se tapaba el rostro Algström como Drácula cuando le abren una ventana, y salía disparado hacia el bar del primer piso donde Pamela Olfström o Erika Raisenkird se encargaban de hacerle pasar el mal momento; le hablaban de Rosario Central, de Atlanta, o le insinuaban sus senos turgentes, y Algström revivía, pese a que los colores de canallas y bohemios no tenían origen en barco alguno y menos en banderita o escudo patrios. El suplicio a Algström le volvía cuando regresaba a la sala con sus colegas; era una historia de nunca acabar, año a año: que no le damos el Nobel a Borges, que no se lo damos y que no se lo damos; que es de Racing y que es académico y que no. Ser sueco, indiscutiblemente, resulta una tarea feroz.
Busquen, busquen, espetaba una tarde, como de costumbre, cuando se le apareció Tolgem con un librito y Escuchá, Algström, le leyó: Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo. ¡Genial, genial!, se despatarró Algström, ¿qué bostero –se le escapó– escribió esa maravilla? No, no es de un ciudadano de La Boca, es de Borges, explicó Tolgem. Algström volvió a estallar en ira: ¡¿Y para qué me traés eso entonces, del académico racinguista pinochetista videlista?! No es videlista ni pinochetista; se desdijo, se arrepintió, habló con las Madres de Plazo de Mayo y condenó los crímenes de la dictadura, suavizó Tolgem. ¡Sí, pero es de Racing, es de Racing, es de Racing! Te lo traje, argumentó Tolgem hastiado, para que comprendas que no se puede ir contra la evidencia. Tiene que haber algo más que Musimessi, alguien que por lo menos haya escrito unos versitos, una novelita, bramó Algström. ¿Quién le habrá dicho a éste que Borges es de Racing?, confió Indehind, que hasta ahora no había intervenido, a Ribstrik, con bastante sensatez, provocada, sin embargo, por la impresión de la desmesura que exhibían las reacciones –más propias del tablón de la Bostería que del sagrado recinto donde dirimían ciertas posteridades– de su colega Algström. Y sugirió: ¿Por qué no lo enviamos a Buenos Aires para que busque? La sugerencia cayó en el vacío; era demasiado peregrina para darle asidero, pero todos comprendieron y agradecieron el esfuerzo de Indehind por tratar de encarrilar a un piantado. Ferickson opinó que podían aprovechar una gira de Boca para encajárselo a la delegación. Algström subió a estar con Pamela o Erika, mascullando Ya morirá, ya morirá.
Indehind no desestimó sus argumentaciones y fue incluso un paso más allá. Dijo, con claridad y elocuencia, a todo aquel que quisiese escucharlo: ¡Si Borges no la veía redonda ni cuadrada! Algunos, atentos a la ceguera concreta del gran maestro latinoamericano, como remarcó Ribstrik, creyeron advertir en las palabras de Indehind una cruel ironía. Lejos de mí esa intención, aventó Indehind, que era fana del Bergman Sportikën, de Färo, y prefirió ser práctico; relató que una visita suya a Buenos Aires concordó con un encuentro que los periodistas fraguaron entre Borges y Menotti, celebérrimo en todo el planeta como técnico de la Selección Argentina que ganó el Mundial de 1978. Y Borges preguntó: ¿Quién es Menotti?
El jubilado se había dormido y no escuchó la parte postrera de la historia. Les voy a revelar un secreto, salió, por primera vez, al ruedo Fiårgen; sería también la última, porque dejó a todos pasmados y decididos a tomar una determinación que finalmente no pudo ser. Los originales del poema El remordimiento, que Borges no contaba entre sus preferidos a pesar del favor popular y que integró el libro La moneda de hierro, de 1976, están enterrados en el arco de la cancha de Racing que da a la calle Colón. Un murmullo de asombro acompañó la temeraria afirmación de Fiårgen. Es más –se envalentonó–, fue en cumplimiento de una promesa que hizo la noche del 3 de noviembre de 1967, si al día siguiente le ganaban la final al Celtic en Montevideo. Todo esto –apuntaló– me lo contó un escocés con quien Borges estudió gaélico primitivo. Pero lo más notable es que el poema, escrito en esa primera versión que nadie conoce, tenía una variación de rima y de concepto impensables en el autor de El Aleph y Cuaderno San Martín, y que hubiera merecido los elogios de su ponderado Lugones. En lugar de los versos finales:
Borges, en un juego que extrema el sarcasmo y la crueldad sobre su propia ceguera, amalgamado con la pasión por una divisa, escribe:
No me abandona. Siempre está a la vista
la sombra de haber sido un racinguista.
Todos se emocionaron hasta el llanto y Algström cedió: Está bien, está bien, démosle el Nobel, dijo entre los aplausos de sus colegas. Pero ocurre que entonces Borges se murió.